lunes, 15 de agosto de 2016

Juan Martín Del Potro

Él da la fuerza al que está cansado y robustece al que está débil. Mientras los jóvenes se cansan y se fatigan y hasta pueden llegar a caerse, los que en Él confían recuperan fuerzas, y les crecen alas como de águilas. Correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse.
Escocés, como Andy Murray, era el atleta Eric Liddell, cuyo personaje en Chariots of Fire leyó el salmo de arriba durante la misa dominical el día que debía ir tras una medalla en los Juegos Olímpicos de París en 1924. Religioso como consta que fue, viajó por mar con la delegación del Reino Unido, mas rechazó correr en domingo pues su verdadera motivación yacía en honrar a Dios. No hallaba razones personales ni patrióticas para sobresalir, sino profundamente teológicas. Su prédica es el autorretrato del hombre como creación entre cosas creadas: débil, condenado al cansancio, a la fatiga y a la enfermedad, ante todo necesitado de algo más que sí mismo.

Cuando el joven Juan Martín del Potro venció al invencible Roger Federer para ganarse el Abierto de los Estados Unidos del 2009, parecía que Argentina finalmente había encontrado su propio dios moderno del tenis para idolatrar. Y es que junto a Rafa Nadal, el suizo hubo protagonizado la era de los superhombres: si no ganaba el uno, ganaba el otro y las derrotas del primero eran las victorias del segundo y viceversa sucesivamente. Así, Delpo no sólo simbolizaba la promesa de un tercer superhombre que cuestionase la hegemonía del par; a ojos de varios, era fundamentalmente la promesa de volver el mundo del deporte a las épocas en las cuales, trabajándolo bien, cualquiera podía vencer a cualquiera.

No fue de ese modo. En la lucha por convertirse en el tercero en discordia, Novak Djokovic siempre lo aventajó y acabó reclamando la vacante de superhombre. Como pasa con quienes prometen e incumplen, el de Tandil fue sujeto de críticas válidas y no tan válidas. Pero todas implacables, característica de esa sociedad tan rebelde ante la derrota como es la de su país natal. En la rabia del poder ser y no serlo del todo, no obstante, en 2012 se mató con Federer disputando el partido más largo de la historia olímpica y, tras digerir su dura derrota, le arrebató el bronce a Djokovic a la tarde siguiente; meses después dictó el final de la carrera de Andy Roddick en Nueva York; y rozó la épica en semifinales de Wimbledon en 2013. El gran beneficiado de esos rabiosos años agotando a los demás fue otro, el que se colgó la medalla de oro y acabó con los 77 años que duró el éxodo de los dueños de casa en el gran abierto británico: Murray.

El rostro sufriente durante los juegos buenos y los juegos malos, pasándose las muñequeras por la frente para enjugar el sudor, Del Potro había de vérselas con el sufrimiento del mundo fuera de la cancha. Débil, como todos nosotros, esclavo del cansancio, de la enfermedad y de las lesiones. Atrás quedaría el mundo fantástico de los grandes torneos y de los superhombres donde los trofeos ciegan la vista y las bolsas millonarias consuelan y las derrotas sumen en el barro. El bisturí no sabe de superficies rápidas o de polvo de ladrillo y la salud de los enfermos no depende del ranking de la ATP.

Los años de silencio que sucedieron a los de rabia fueron menos acerca de Delpo ganándole a tal o a cual que acerca de Delpo intentando sobreponerse a las desventuras de Delpo.

Y un día volvió. Batiéndose ¿cuándo no? con Nole. El abrazo fraterno encima de la red y las lágrimas del gran maestro serbio tras marcharse de Rio 2016 a las primeras de cambio revelaron una vez más la particular historia de la lucha entre caballeros que ha sostenido contra el argentino. Por otro lado, los partidos posteriores a la eliminación del número uno fueron resumen en cinco días de la carrera de Del Potro antes de los quirófanos y las rehabilitaciones: no hubo rivales débiles ni victorias sencillas. Sus equivocaciones fueron todas hechas pagar y su juego se redujo a sus saques aces y a esa derecha demoledora que acude al llamado siempre que a él le queda fuerza para intentarlo una vez más.

El devenir de los acontecimientos dispuso que el partido entre partidos fuese contra el escocés. Si hay algo que lo une a Murray, eso es el esfuerzo a contracorriente ante ese trío de tenistas cuyos movimientos y reacciones hablan de gente nacida con el don de hacer uno solo de cuerpo, raqueta y pelota en movimiento. Si hay algo que lo diferencia de Murray, como quedó en evidencia también, eso es que el catálogo de golpes del británico tiene bastantes más páginas que el suyo propio.

Los catálogos, como los libros, son papel inútil que más valdría usar para otras cosas, letras muertas enterradas en la forma si no hay voluntad que las reviva desenterrando eso que ellas contienen. Fuerza y energía son necesarias. El escocés las entregó las dos: saltó y pegó el revés en el aire, subió a la red una y mil veces, alcanzó pelotas aparentemente inalcanzables, gritó desaforado cuando pudo responder de pie a esa diestra demoledora que antes doblegó a otros, maldijo su suerte y escupió al suelo cuando erró... y alzó los ojos inyectados de sangre y furia a la tribuna cuando cayó víctima de la intolerable distracción. Una vez acabado todo, en su rostro no hubo gesto alguno del éxtasis que embriaga a los que ganan, sino fatiga y cansancio; y la honda satisfacción brazos al cielo.

Por cuatro horas y algo más el de la Argentina y el de la Gran Bretaña nos recordaron que la lucha del deportista no es contra otro deportista; tampoco la de una patria es contra la otra. Ni en definitiva la de una persona, contra otra persona. El hombre lucha contra aquello en su interior que supone su propia condena a cansarse y desfallecer. "No puedo más", se observó al tenista argentino decirse a sí mismo entre punto y punto y así y todo siempre pudo un poquito más. En los intercambios interminables donde la pelota y los ojos del espectador viajaban a ida y vuelta, a ida y vuelta y de regreso de campo a campo, fue que a los dos, repentinamente, les crecieron alas como de águilas.

"Se ponen eufóricos cuando el ganador cruza la meta", predicaba Liddell bajo la lluvia sosteniendo un paraguas varias escenas antes de tomar el púlpito en París, "¿pero cuánto puede durarles la euforia?". ¿Qué quedará entonces del oro de Murray y de la plata de Del Potro cuando haya más superhombres para idolatrar? Quedará una idea tan demoledora como la derecha de éste último y tan vasta como el repertorio de golpes de aquél: la idea que engrandece al hombre cuando se esfuerza por liberarse de eso que lo esclaviza a pesar de sus cansancios.

Decir de dientes para afuera, "no puedo más", y poner brazos y piernas a intentarlo otra vez. Y otra más. Tal como hizo Del Potro contra Murray el último día de la semana más increíble de su vida.

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