No soy vasco, pero desde el 2011 comenzó mi simpatía por el
Athletic Club. Desde luego mucho de ello se debió al juego valiente de esa
primera temporada de Bielsa en Bilbao, aunque del club siempre me fascinó su
capacidad casi milagrosa de hallar goles y goleadores en tiempos en que pareciera
indispensable el gran fichaje para traerlos. Primero fue el Ismael Urzaiz de
comienzos del nuevo milenio; después, el Fernando Llorente del gol cabeceado en
Old Trafford y ahora este Aritz Aduriz de los cuatro al Barça. Quizá alguna vez
falte portero; otras, medio campo, o acaso en algunas defensa. Pero gol,
siempre. Y mucho para un club tan aferrado a sus convicciones al que tanto se
le pronosticó que los tiempos modernos se lo devorarían cual leones como si
leones fueran los tiempos y no los futbolistas de Lezama y San Mamés.
La importancia del Athletic consiste en contestar los dos
grandes postulados del fútbol de hoy que son también axiomas de la vida, porque
en el fútbol, como en cualquier otra actividad más o menos lúdica y más o menos
trivial, proyectamos quiénes somos y quiénes aspiramos a ser. El primer axioma
está implícito arriba y tiene qué ver con el poder que hemos otorgado al
dinero; el segundo, con el valor que en cambio despojamos al esfuerzo y a la
voluntad.
Durante un año di
clases en secundaria y preparatoria encontrándome cada martes y miércoles con apariciones
masivas de camisetas de clubes de élite europea entre las que predominaron
siempre por acá y por allá, arriba y abajo, a diestra y siniestra, en chicas y
en chicos, las de los dos grandes de España. El verano en que el uno ganó la
Champions y el otro la perdió dio pie, al uno para el beneplácito sin cuartel y
al otro para el gasto sin frenos. Y viceversa al verano siguiente. De algún
modo, tal vorágine entrega un mensaje perverso al oído joven precisamente por
lo voraginoso de su discurso: la derrota que se vuelve fracaso que se vuelve
crisis que se vuelve tragedia que se soluciona gastando, trayendo caros a los
nuevos y echando a la calle viejos a los culpados. Con el Athletic eso no puede
ocurrir: falla un pase San José, suelta un centro Iraizoz, la cintura de
Balenziaga es castigada por un regate imposible de Messi, la pelota pasa entre
las piernas de De Marcos ya que el caño fue de Cristiano, el marcador acaba
abultado... y el Athletic sigue siendo el Athletic. Los jugadores maduros y
lentos se quedan, los jóvenes e inexpertos suben y se les unen. Mientras todos corran y no paren de correr
para atacar y defender, todos juegan. Si el gran fichaje pudiese hacerse ¿qué
caso tendría de cualquier modo? ¿es que los problemas graves de la gente común
en la vida cotidiana se resuelven como por arte de magia echándoles dinero
encima?
Si viendo camisetas por los pasillos de una escuela me di
cuenta de la importancia del Athletic como contestatario al poder que dimos al
dinero, jugando fútbol con los colegas caí en la cuenta que el Athletic
reivindica el valor que nosotros injustamente despojamos al esfuerzo y a la
voluntad. Las demasiadas repeticiones y encuadres cerrados y acercamientos a la
jugada fantasiosa, al golpeo magistral, al firulete y a la celebración
pletórica en éxtasis esconden lo que el galáctico y la pulga dejan de hacer
cuando no tienen el balón. La toma panorámica del campo de juego -la más
aburrida para el televidente que ve hormiguitas y aborrecida por el director de
cámaras que busca constante el vértigo y el melodrama- es no obstante la que
captura la esencia toda del fútbol y de paso señala al egoísta, al apático, al
pecho-frío y al holgazán. Expulsada la toma panorámica, son las cámaras
arácnidas, las súper-lentas y las de detrás de las porterías y de los tiros de
esquina las que engendran esa moral bizarra que castiga el error producido por intentar
hacer las cosas y deja impunes las negligencias. La más grande de todas, jugar
caminando. Se intenta el regate: bien si sale; si no, a regresar al galope.
Caminando nunca. Aduriz, serás muy
Aduriz, goleador y estrella, pero los córners en contra los bajas a defender,
la salida de los centrales rivales debes presionarla e irás por arriba a
competir todos los pelotazos hasta más no poder. Y Aduriz lo hace, porque
si no ellos pierden, por eso Aduriz es híbrido de caudillo y rematador. Daniel
Pasarella y Gabriel Batistuta al mismo tiempo.
En la vieja tradición de estirpe ganadora del Athletic, sus
aficionados juegan la parte que les corresponde haciendo pesar San Mamés y son recompensados
con la salida de la gabarra cuando el club alcanza títulos. Los 31 años de
sequía y las tristezas -especialmente ésa de la final europea perdida contra el
Atlético de Madrid en Bucarest con Bielsa en la banca- harían pensar en una
afición impaciente hasta la desesperación por sacar la gabarra y festejar sea
como sea sin mayor deliberación en el éxtasis pletórico y el beneplácito sin
cuartel de aquéllos que verano con verano deben echarse a la celebración o
hundirse en la vorágine. Sin embargo, el Athletic jugó la Supercopa sin ser
campeón de nada y esto es sabido por los bilbaínos. La jugó por mera burocracia
y absurdo protocolo a pesar de ganarla ya sobre el césped con margen y
autoridad. La idea, de un gran número de los seguidores, es no sacar la gabarra
para preservar el espíritu de una celebración mítica que hace décadas
correspondió a títulos ligueros y a torneos de copa conquistados jornada tras
jornada, eliminatoria tras eliminatoria, auténtica y no protocolariamente. Pese
a osar el debut en el cuadro titular a futbolistas venidos de la tercera y
segunda división como Merino y Eraso frente al Goliat blaugrana de Europa, lo
del Athletic fue sólo la consecución de un acto de justicia deportiva que dejó para su afición el acto de heroísmo puro al abstenerse de sacar la gabarra y aguardar
paciente a lo bueno por venir.
Contestados los postulados modernos del poder dado al dinero
y despojado al esfuerzo y a la voluntad, el Athletic también contesta y refuta
un tercer postulado sobre la impaciencia, la incapacidad de perseverar y
esperar. Durante esos días como profesor, mucho recibí en términos de burla y/o compasión -siempre desde la gentileza y el cariño de mis entonces alumnos- por
simpatizar con el Athletic en momentos de vacas flacas esperando a las vacas
gordas. En esos mismos días también dejé en claro que en mis clases no habría
lugar para soluciones mágicas ni para la pereza o la apatía y que si querían
pasar el semestre tendrían que poner manos a la obra. Porque dentro del salón,
y también sobre el césped, siempre intenté proyectar mi simpatía por el
Athletic Club y la importancia de lo que éste representa.
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