Dicen los que saben que un requisito primordial para explicar los eventos en la vida de los hombres es comenzar descartando los "hubieras". ¿Y si "hubiera" entrado el balón que Gignac estrelló en el poste? ¿Y si Ricardo Carvalho "hubiera" detenido el salto de Ángelos Charisteas a la salida de un córner aquella tarde de verano en Lisboa 12 años atrás?
Descartarlos, en otras palabras, es ir más allá de la sorpresa -del "son cosas del fútbol"- para entender la derrota de Francia en Saint-Dennis en su propia Euro y la victoria griega en el Estádio Da Luz en 2004 como eventos inevitables, vistos en retrospectiva. Porque tenían que ocurrir, ocurrieron. Hubo en ambos eventos un protagonista cuya historia permite intentar sacar la lógica de lo que aparenta no tenerla: Cristiano Ronaldo.
¿Cómo es posible que una selección de casi-anónimos (Cédric, Guerreiro, João Mario) alcanzó lo inalcanzable para la generación dorada de Luis Figo, Fernando Couto y Rui Costa? Las muchas lágrimas de un juvenil y descamisado Ronaldo con aretes en los lóbulos de ambas orejas y el copete teñido de rubio eran, vistas bien, lágrimas de remordimiento: de haberlo tenido todo y dejarlo escurrir como agua entre los dedos.
La historia de los "Maracanazos" habla tanto de la heroicidad de quienes se sobrepusieron a todo, como de la tragedia de quienes desaprovecharon el viento a favor. Ya sin "hubieras", la única explicación a posteriori para la desazón y el llanto furioso del Cristiano adolescente es que el miedo también doblega a los indoblegables. Primero el miedo y luego el rival. Aquél que tenga más por perder en una situación límite, a todo o nada, seguramente será derrotado por la sola visión de la derrota.
Por ello Brasil no rompió lanzas ni quemó las naves en Saint-Dennis en el verano de 1998. Didier Deschamps (al menos en su fuero interno) debe reconocer que Ronaldo Nazario era mejor que David Trezeguet, que Rivaldo tenía más magia que Youri Djorkaeff y que Roberto Carlos le pegaba con más precisión que Bixente Lizarazu. Que el Scratch línea por línea y hombre por hombre era mejor que el anfitrión y -si Zidane acabó por declararnos lo contrario- lo declaró a la salida de un par de corners, cual Charisteas. ¿Cómo cayó fulminada una escuadra con aura de indestructible así lo haya hecho con miles de franceses en contra?
Cayó precipitada por el peso de su propia historia y de sus propios nombres. Esa Canarinha estaba, en definitiva, más cerca del precipicio. Preocupados, el miedo los dobló bastante antes de que Emmanuel Petit les hiciera el tercero en el mismo arco cuyo palo derecho rechazó el remate final de Gignac casi dos décadas después. El peso ejercido por el miedo es como el poder que el vértigo ejerce sobre quien camina por la cuerda floja y mira hacia abajo sin volver la vista al frente.
Por eso la Francia de Griezmann, Pogba y Payet no rompió lanzas ni quemó las naves en Saint-Dennis en el verano del 2016. Tanto había por perder que las piernas acusaron el cansancio en la noche más inoportuna y el dueño de casa, bastante más temprano aun de lo tácticamente recomendable, comenzó a ceder la iniciativa y a esperar atrás. Comenzó pues a acobardarse.
A veces sólo basta ver los semblantes de los caídos para explicar lo que parece inexplicable. Si hay remordimiento en el después, es que miedo hubo en el antes. La de Cristiano enfundado en la camiseta de la federación de su país hubiera sido por siempre la imagen del niño-hombre rabioso consigo mismo, como la de Ronaldo, brasileño en Francia, es la del fenómeno cabizbajo.
Pero hay que descartar los "hubieras", porque ocurrió lo que inevitablemente había de ocurrir cuando el miedo pesa en el fútbol.
"miedo a perder y terminar perdiendo"
ResponderEliminarUna profecía auto-cumplida.
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