Yo aprendí que todos los tiempos son uno una tarde de junio
del 2010 viendo por televisión y cerveza en mano el Estados Unidos contra Eslovenia
del mundial de Sudáfrica. Cerveza también debí haber tenido en la mano una
madrugada de junio del 2002 viendo por televisión el Estados Unidos contra México
de Corea y Japón.
No la tuve porque entonces no tenía edad para beber y
aquella amargura hube de ingerirla en un trago de lágrimas y mocos que pensé
que duraría para siempre.
Un disparo sordo con mira telescópica de aquel francotirador
llamado Brian McBride y otro con el estruendo del revólver de aquel joven maverick
llamado Landon Donovan me hicieron entender que la tragedia de México es
hallarse tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos de América. La triste lección histórica de los libros de texto gratuitos de la SEP ahora venían a enseñármela en un mundial.
Jamás imaginé que aquel inconsolable niño chillón gritándole
a la tele aquella madrugada se transformaría ocho años después en un chavo jubiloso
con los goles de Donovan y compañía. Es la magia del fútbol cuando está escrita por un guionista hollywoodense: el giro inesperado, el final milagroso que sabemos de antemano y aún así no para de embelesarnos.
Los gringos perdían 2-0 al entretiempo contra la misma Eslovenia
que eliminó a la Rusia de Hiddink, del enano Arshavin y del gigante
Pavlyuchenko. Aquellos primeros 45 minutos me bastaron para recordar hasta hoy
los apellidos de Handanovic (conocido por todos ya), de Virsa y de Novakovic.
Dueño de una zurda educada, el pequeñín Virsa hizo el primero. Dueño de unos
movimientos de ajedrecista eslavo, el flaco Novakovic sirvió el segundo.
"Qué bueno que ya se los están chingando," pensé antes de dar el dulce sorbo de la venganza.
Pero entonces algo pasó.
Quizá el Bradley papá les dio un discurso digno de Denzel Washington en Remember the Titans abrazándose unos con otros, o quizá el utilero les dio a beber del agua maravillosa que Michael Jordan dio a Bugs Bunny y al Pato Lucas en Space Jam, pero -a pesar de ser los mismos- eran otros. Estaban cambiados. Volvieron al césped armados con esa fe inquebrantable de quien sabe que esto no se acaba hasta que se acaba.
Quizá el Bradley papá les dio un discurso digno de Denzel Washington en Remember the Titans abrazándose unos con otros, o quizá el utilero les dio a beber del agua maravillosa que Michael Jordan dio a Bugs Bunny y al Pato Lucas en Space Jam, pero -a pesar de ser los mismos- eran otros. Estaban cambiados. Volvieron al césped armados con esa fe inquebrantable de quien sabe que esto no se acaba hasta que se acaba.
'Cause baby there ain't no mountain high enough
Ain't no valley low enough
Ain't no river wide enough
To keep me from getting to you babe
Quién si no Donovan para conducir la pelota rápida y furiosamente, aproximándose cada vez más a un Handanovic que olvidó el achique como deber del guardameta. Se quedó como estatua de marfil debajo del travesaño y Donovan le voló la cabeza de un escopetazo de aquellos que hacen volar latas vacías de sopa Campbells colocadas sobre las cercas de madera en los dorados campos de maíz en Kansas mientras el sol se pone.
A partir de ese momento el odiado archirrival de México
comenzó a jugar por nota. Comenzaron a hacer méritos y aquel antiamericanismo
mío comenzó a derrumbarse en cuestión de un sinnúmero de brillantes jugadas. Fue como si cada trago agrandara mi sed por verlos lograr darle la vuelta a aquella difícil
situación. Si el primero de Estados Unidos fue obra del liderazgo de Donovan,
el segundo corrió a cuenta del trabajo colectivo materializado en el punterazo
del Bradley hijo.
Mi felicidad por el 2-2 fue empañada por un tanto mal anulado
que debió darles la victoria 3-2. Pero mi satisfacción fue total. Había visto
entero el que para mí sigue siendo el mejor partido que haya visto nunca en un mundial. Y
de repente recordé a los gringos contra Portugal de Figo y contra Alemania de Ballack
en el 2002, contra la Italia campeona mundial del 2006 y el codazo de De Rossi.
Me acordé de su capacidad para meterse en aprietos y salirse de ellos gracias a esa grandísima esperanza en el porvenir que muchos llaman Sueño Americano.
Me acordé de su capacidad para meterse en aprietos y salirse de ellos gracias a esa grandísima esperanza en el porvenir que muchos llaman Sueño Americano.
Todos los tiempos se vuelven uno cuando la historia del
fútbol se narra a través de la épica. No a través de los triunfos pronosticables de
los grandes sobre los chicos, sino a través de las victorias inesperadas
de los chicos sobre los grandes. En el fútbol, Estados Unidos es de los
chicos.
Los echaré de menos porque echaré de menos la épica futbolera que destruye los muros levantados por el tiempo y el espacio, que son los muros del patrioterismo ciego. Sin esos regresos espectaculares el sabor de mis cervezas nunca será igual y el fútbol pierde un poco de su refrescante gusto en el paladar.