miércoles, 28 de marzo de 2018
El viejo
Dice mucho su figura casi muda, ya gastada por el paso del tiempo en un fútbol cuya apariencia de novedad hoy suele venir desde la excentricidad y la grandilocuencia. Las palabras importantes él se las guarda para el vestidor y a las preguntas necias responde fijando la mirada en su bastón. Le gustaría tomarlo para marcharse con lentitud cuanto antes. Algunos le llaman soberbio. Aunque soberbia sería quedarse a malgastar sus reducidas fuerzas jugando a las apariencias dentro de salas de prensa atiborradas de sordos.
Fuera de su microscópico país ya nadie se acuerda, pero una noche de octubre del 2009 en la altitud del Olímpico Atahualpa sus dirigidos estaban quedándose fuera del mundial. Con 62 años a cuestas en aquel entonces, había decidido subir al avión, destino Ecuador, a un par de veinteañeros de condiciones bárbaras que quizá llegarían a romperla algún día. Quizá sí, quizá no. Solamente probándolos lo sabré, pensó el viejo. Uno de ellos hizo el gol del empate y el otro causó el tiro penal para lograr la victoria con que la Celeste acabaría encaminándose rumbo a las semifinales de una Copa del Mundo tras décadas de no poder estar a la altura de su mítica historia.
Sabedor de que un técnico es siempre un jerarca capaz de hacer y deshacer jerarquías, respetó hasta el final a los hombres que arriesgaron el pellejo por él sobre el campo de juego. Otros hubieran despachado sin escrúpulos a los Luganos o a los Arévalos cuando la veteranía dejó de valorarse como experiencia y empezó a verse como estorbo. Pero él no. Siempre adaptó esquemas y estrategias a fin de mantener la unión del equipo que tantos años le tomó armar, a fin de anteponer a las personas sobre las fórmulas, y a fin de aguardar pacientemente el brote de sangre joven del corazón charrúa.
La paradoja de la vejez es el apreciar la juventud cuando esta ya se fue. Por tanto, buscar a los jóvenes para brindarles oportunidades se trata de un acto de humildad mediante el cual el viejo reconoce su lugar en la periferia del mundo y esto a su vez lo revitaliza más que nunca. Puesto que el valor intrínseco de la vejez precisamente es la humildad -reconocerse finito y efímero, en otras palabras- , es deber de los jóvenes el corresponder y ser recíprocos ante las lecciones siempre útiles de quien ha vivido más.
De aquellos dos veinteañeros que supieron pagar la confianza del viejo aquella noche en Quito hace ya casi una década, hay uno que guarda una relación muy especial con él. No hace falta que confiese el cariño ante cámaras y micrófonos o publicándolo en las redes sociales, pero quien ha visto jugar a la selección uruguaya debe saber de quién se trata. Cuando el otro de aquellos dos por diversos motivos no ha estado, él juega solo en punta y hace goles. Cuando ambos están, el viejo a él lo hace salir del área a matarse corriendo la banda arriba y abajo, yendo y viniendo, una y otra vez sin cesar hasta que se acaba el partido. Viéndolo jugar como si estuviera recibiendo nuevamente esa primera oportunidad, cabe explicarse el porqué la garra de los charrúas permanece y perdura desde 1930.
Viejo, ya estás acabado. Acéptalo, agarra tu bastón y márchate a descansar al campo oriental. A comer la suculenta carne de res y a beber un poco de yerba mate.
Pero antes de irte, escribe por favor otra historia mundialista de victorias sufridas y heroísmos improbables: de manos deliberadas sobre la raya de gol en tiempos extras y de penales picados por locos de atar en la muerte súbita. Deja aunque sea otra lección de grandeza en la pequeñez, Maestro.
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